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Apagada la luz, Ana se dirige a su cama disfrutando ese silencio que la oscuridad ofrece. Se desvanece vestida sin pretender siquiera descalzarse. Solo cae. Y como si el sueño tuviera dueño y viniera a ella como un préstamo, se dispone a ser poseída por él a fin de descansar. Cierra los ojos siguiendo el ritual del sueño, y mientras los segundos pasan cierta angustia toma el lugar de éste como una tormenta de imágenes entrelazadas. Escenas, rostros, sensaciones diversas se superponen y no le permiten llegar al sosiego deseado. La oscuridad sigue allí, pero ahora llenan sus oídos las miradas descalificadoras. La tensión en sus mandíbulas la agotan, sin embargo, ese agotamiento no la ayuda a dormir, la lastima.

Su esposo Elcaná quisiera estar con ella, pero para conservar el equilibrio en la familia decide quedarse esa noche con Penina, su primera esposa, y con sus niños. El atractivo de Penina es singular. A su mediana edad, y después de sus tres hijos, su cuerpo sigue dibujando en el aire las mismas estelas de sensualidad que en sus años de temprana juventud. Esa determinación en su mirada y su seguridad al seducir a Elcaná lo atrapan aunque él no siempre quiera admitirlo. Ambos se conocen de siempre. Jugaron de niños en los mismos campos y despertaron al amor por las mismas épocas. Familiares cercanos ellos dos, están unidos en matrimonio no solamente por los acuerdos de sus padres, sino por una historia que los fusiona, por tierras y suertes en común.

Ana llegó años después. Hija de un primo lejano de Elcaná, fue ofrecida a este como expresión de buena voluntad y en consolidación de una alianza. Ana es dulce y desde su misma fisonomía refleja su timidez. Elcaná, llevado por las perspectivas de su mundo, acepta la propuesta de casarse con la joven sin leer las actitudes de Penina que le expresan su dolor por tal decisión. Váyase a saber si ella comparte esa práctica de ser una esposa entre otras, si cree posible la idea de ser amada entre otros amores, o sospecha que será postergada al igual que sus hijos. Ana llega a la casa, joven ella, tímida y atractiva por contra parte a Penina. Elcaná le dedica más tiempo del esperado y la comienza a amar. Comidas en común, miradas cómplices, atenciones, noches de amor entre Elcaná y Ana atraviesan el corazón de Penina quien, como «corresponde», enmudece ante su esposo como en Sacrificio de Exaltación en el altar del patriarcalismo. Mientras que Elcaná tiene mayores libertades, sus esposas deben disputar entre ellas el mejor lugar dentro de su posición de posesión. El Señor Elcaná decide a quien y cómo amar mientras ellas deben luchar porque ese amor esté dirigido a ellas.

Ha pasado el tiempo y Ana no ha concebido. La lectura que algunos hacen es que «Dios le ha cerrado el vientre». Con todos los pronósticos a favor y con todos los esfuerzos humanos no hay juventud que genere vida. La vida es prerrogativa de Dios. Penina se ve tentada a mirar en este hecho un acto de justicia. Y aunque Ana también es víctima, Penina no logra advertir este hecho y se burla de la joven estéril. Una enfática caricia pública a su pequeño Josué, otro comentario sobre la bendición de la maternidad, una más mirada descalificadora hacia Ana la estéril hacen sentir a esta última una mujer insuficiente para su esposo, una mujer que no cumple con su razón de ser en su mundo. Pero tanto Penina como Ana sufren del sentido asignado a sus vidas como procreadoras para su esposo, como aquellas posesiones que deben disputarse el merecimiento de su afecto y manutención, como seres asignados a la satisfacción de su señor. Penina se burla de Ana dentro del mismo círculo de vergüenza y constante temor al desprecio en el que ella se encuentra. No hay amor que cubra esta posición en el mundo por mucho tiempo, o mejor dicho, en todas las circunstancias de la vida.

«Ya sabes que te amo…, ¿no valgo más yo que diez hijos?», le plantea Elcaná a Ana al observarla con una gran tristeza. ¿Qué pregunta es esa? Piensa Ana mientras calla sollozando. Y es que una joven compitiendo por el afecto del esposo se siente en desventaja de la otra esposa que sí le ha dado hijos. También teme por su posición en el pueblo, por ser despreciada al no cumplir con su rol social. Pero más aún, es la lectura religiosa de tal condición la que la castiga, una lectura que aparentemente ella misma hace de sí. Ana es presa fácil de Penina y ambas del estigma social sobre toda mujer. Al final de cuentas, el consuelo de Elcaná sigue dentro del paradigma patriarcal, sigue siendo él el centro y dentro de ese centro existen otros centros dependientes del primero. Así, en la burla de Penina se exterioriza el sentimiento de culpa que Ana tiene para sí misma. Ana tiene vergüenza y es desdichada no por no poder criar un hijo, no por no experimentar la bendición de dar vida y acompañarla en su crianza, sino por no ser madre ni lograr el respeto de los demás. Penina le ha entregado hijos a Elcaná pero no es suficiente para mantener su amor, o en todo caso, ese amor que antes supieron tener. Ana, que parece contar con el amor de Elcaná, no puede darle hijos y no le es suficiente con saber todo lo que ella es para su esposo.

Llorando frente al Santuario Ana abre su corazón a Dios. No lo busca para encontrar plena libertad, aunque es probable que no lo entendiera así. Tampoco busca sabiduría para entender qué condicionamientos y patrones culturales la hacen tan desdichada. Le ruega a Dios por aquello que acabaría con su vergüenza, por una «solución» que le permitiera vivir «dignamente» aunque se trata de una concepción que la oprime: «Señor de los Ejércitos, concédeme tener un hijo, y te lo entregaré para tu servicio en este Santuario para siempre». Tener un hijo y no criarlo, entregarlo, pero ser madre, pero decir que se es madre.

Penina observa el embarazo de Ana con desdén. Se siente, ahora más que nunca, sin ningún recurso para competir con la joven esposa. Elcaná contento con el embarazo parece estarlo porque ahora Ana se sentirá mejor, y con ello, acepta el pedido de Ana de entregar al bebé al Santuario una vez que haya sido destetado. Pasado el tiempo, una vez más en el Santuario de Siló, aunque con dolor en el corazón Ana ofrece a su pequeño quien, en realidad, ya tenía su vida separada de la madre cuando ella asumió la vergüenza asignada y optó por ser competente en el sistema patriarcal que la somete. Penina abraza a sus hijos mientras atestigua la entrega. Quizá hasta siente parte de la responsabilidad en la toma de tal decisión. Si bien es cierto sus labios no pronuncian palabra alguna, su postura corporal grita furiosamente que sus hijos son su amor, que Elcaná no vale más que ninguno de ellos. Que no hay dios al que se los ofrezca de esta manera.

Camino a casa desde Siló el silencio es profundo. Las burlas han cesado. No porque Ana concibiera finalmente un hijo, sino porque Penina comienza a advertir que todo esto está mal.